Ni dejar de sufrir ni descansar en paz

Escribo estas líneas, intento darle un orden a estas palabras, algún sentido, algo… Y el estómago me recuerda que está con un nudo desde la mañana del sábado. Cuando lo que parece lejos, toca y pega muy de cerca.

(por Tefa Schegtel Torres)

Puede parecer el inicio de un relato digno de diario íntimo. Tal vez. Sinceramente, no encuentro qué formato darle. Este último sábado, en Tandil, me desperté «temprano», entre el despertador y algún grito de mi viejo. Entré al Face y en las redes se estaba dispersando la noticia de un femicidio. Precisamente, en Tandil. Estaba dormida aún, vi la foto del frente del lugar del hecho, vi la dirección… No había entrado a la nota aún, que escucho, en la otra habitación, a mi vieja llorando. Segundos más tarde, en medio de ese llanto que no entendía, la escucho gritar: “¡La mató! ¡La mató!”. Ahí até los cabos recién abiertos por ese título visto todavía al pasar.

Supongo que con Ailín (Torres) debo haber cruzado algunas palabras, pocas, en alguna que otra visita a mi hogar del Barrio de la Estación. Ailín era una persona muy cercana a mi hermana. Una amiga dentro de un grupo inseparable. Si me enteraba algo de su vida, era precisamente por las publicaciones que se compartían entre ellas de perritos perdidos, encontrados y rescatados; por las fotos de sus salidas y juntadas; y también por algún que otro comentario. Uno de esos hacía referencia a una situación de hostigamiento, en la que ese ex, Damián Alejandro Gómez, con el que salió durante muchos años, el que había vivido durante mucho tiempo con la propia familia de Ailín (como uno más de ese núcleo íntimo), y con el que hasta había alcanzado a convivir (hasta hacía algunos meses), le arrojó unos piedrazos a su departamento y le había roto un vidrio. Situación en la que los propios padres de Ailín le advirtieron que si tenía lugar una próxima del estilo, sobrevendría la denuncia, inevitablemente.

Ailín Torres.

Ailín no lo había denunciado. Supuso que podía y tenía controlada la situación, tratándose de una persona a la que parecía conocer, con casi una década en el haber. Hacía algunos días, el ahora femicida le había dado una suerte de ultimátum, en el que él era quien se sentía con la “benevolencia” de darle una oportunidad a ella para volver a la relación. Que era la última oportunidad y que ya no habría ninguna más. Paradojal, cuando fue Ailín misma quien decidió el corte y se encontraba rehaciendo su vida.

Lo que prosiguió el resto del sábado fueron sensaciones de vacío, de lo inexplicable, de lo inentendible. La rara sensación de cubrir, en lo periodístico, en la lucha contra la violencia de género, los casos como a lo lejos, y de repente toque en lo familiar, en alguien a quien mi hermana quería (quiere) mucho. Leer en los portales las versiones, ver la foto de Ailín inundando el Face, en los canales nacionales asomando la noticia de esta tragedia: mirar esa sonrisa y no creer lo que está pasando; pensar en mi hermana, en el dolor de ese grupo de amigas, en esa familia que debe estar en shock, en esa pareja actual que no se va a poder sacar de encima ni la imagen ni la culpa; que si le pasara a alguna de mis amigas, palmo. Y la pregunta que llena de rabia, de impotencia: si bien sabemos, repetimos, internalizamos, analizamos que esta clase de monstruos (como lo es Damián Gómez) son hijos sanos del patriarcado, o del machismo, ¿en qué momento está ese click esas mentes? ¿De dónde les surge esa idea nefasta y de mierda de que son los dueños de nuestras vidas? Hay libros de todo tipo y color al respecto, pero en momentos como éste gana la desazón y la congoja.

Damián Alejandro Gómez, el femicida, asesino de Ailín Torres.

Una casa velatoria con mucha presencia y, aún con tanta gente acompañando, un silencio que pesa. En ese mar de silencio espeso, miradas fijas, en shock, hacia el suelo o hacia la nada, y la incapacidad de poner en palabras la impotencia ante lo inexplicable. La expresión más gráfica del no entender. La única frase de los que pueden hilvanar algo, en ese nudo en el estómago, en la garganta y en el pecho, es “qué locura”. Una madre aferrada a un cajón cerrado, con la cabeza apoyada en esa madera dura, aunque no tanto como la situación toda. Alguien le escuchó decir que se la arrebataron, con todo lo que la cuidó, y que no entienden qué están haciendo ahí, en una sala velatoria. Menos aún entienden el por qué.

Hay quienes tratan de consolar y descuelgan un “ya no va a sufrir más”. Ailín no necesitaba dejar de sufrir, porque desde que se había separado de Gómez, a pesar del calvario, el hostigamiento y la intimidación recurrente, aún a pesar de eso, ya no sufría. Hubo también quienes, a modo de acompañar el sentimiento, deslizaron un “ya está en paz”. Ailín no necesitaba descansar en paz. Ya estaba en paz, y hasta se animaba a volver a ser feliz, alejada de su karma, de quien se convertiría en su asesino. No fue un accidente. Tampoco un suicidio. No fue una enfermedad terminal. O sí, de esta sociedad. No fue siquiera un asalto. O sí: le robaron su vida, sus sueños, sus amores, sus planes, y no fue un desconocido, sino de un perfecto conocido. Un monstruo que así paga y devuelve la gentileza a esa familia Torres que hasta lo supo cobijar bajo su techo.

En el entierro, se escuchó el sonido propio del llanto más desgarrador, salido desde las entrañas mismas que supo habitar Ailín. Salido desde el estómago de esos hermanos que miran hacia el cajón, desencajados, con un dolor que los traspasa, incontenible. Dolor. Mucho. No querer despegarse de un cajón en el que hay un cuerpo que no tiene por qué estar ahí. Una familia que no tendría por qué estar ahí. Amigas muy jóvenes, que no tendrían por qué transitar por tamaño dolor, por tamaña pérdida. Y ahí sí, el pedido de justicia, con un hilo de voz que asoma en medio del vacío, de esa plena herida abierta. Un pedido, una palabra que, aún plena de sentido, carga y efectividad, cuando llegue, no llenará. No devuelve. Un pedido que todos acompañan, en voz baja, en automático, con la mirada fija (todavía en shock), en ese cajón que desciende. Un gran círculo en completo estado de desolación.

La murga Correla Voz, exigiendo justicia por Ailín, en la inauguración del Centro Cultural El Cole, de La Poderosa – Villa Cordobita (Tandil)

Se siente muy raro volver a Olavarría con la sensación de pérdidas así de inesperadas e inentendibles. Pienso en mi hermana y en sus amigas, en esa silla vacía de ahora en más en las juntadas, cuando todo era risas y alegría, y se me estruja absolutamente todo. Es más: lo escribo y lagrimeo. Si así lo siento yo, el dolor de estas chicas y el de su familia debe ser por demás imposible de imaginar en su inconmensurabilidad.

Pienso en que esta última semana, Tandil fue el lugar de un encuentro de niños, cientos, que cantaron al eterno «Flaco» Luis Alberto Spinetta, uniendo esas voces, esas emociones y tanta inocencia en una experiencia que, prácticamente, llegó al Sol. Pienso en la banca XXI que se pidió desde la Biblioteca Popular de las Mujeres, para pedir en el Concejo Deliberante que se cumpla con una ley y así dejar de avalar que otros se sientan con la libertad de opinar sobre nuestros cuerpos y sobre nuestras decisiones. Y de repente, esto.

Hace unos meses, con algunas amigas de la Red PAR (Periodistas de Argentina en Red, por una comunicación no sexista), caminamos las calles de Rosario. Más precisamente, el boulevard Oroño. Allí me topé con un graffitti, que rezaba: “Las paredes se limpian. Las pibas no vuelven. Ni una menos”. Poco tiempo atrás, algo así como un mes, me hice de una remera con esa frase. Las pibas no vuelven y, sinceramente, hay que ser muy cabeza de termo, suficientemente inhumano y prácticamente cómplice del monstruo femicida para preocuparse y molestarse más por la rayadura de una pared insípida, antes que por la muerte absolutamente injusta de estas mujeres con tanta vida por delante. Este sábado fue Ailín. Mañana puede ser tu prima, tu amiga, y pasado mañana tu vecina, tu hija, tu vieja… Hasta vos, aún cuando crees que tenés dominada la situación. Y el choque, la impotencia y el dolor, cuando pasa tan cerca, es grande.

Foto: gentileza Face de Belen Valledevalium.

Tener una foto de perfil, en las redes sociales, con alguna imagen símbolo de la campaña de Ni Una Menos, sin imaginar ni de casualidad que, tal vez, alguien de lo más cercano, de lo más íntimo, va a engrosar la lista. Ailín compartió una publicación, allá por abril de este año, ante el femicidio de Micaela García, y comentó al respecto: “Los jueces son tan o más corruptos que el hdp que comete un crimen”. Ojalá los fiscales y jueces intervinientes tomen nota. Ojalá Ailín se equivoque para, al menos, encontrar justicia para su caso. Mientras tanto, como le dedicó mi hermana, escrito con la tinta de una angustia no deseable para nadie, “conquistá todo el cielo, como lo hiciste acá. Como nos conquistaste a cada uno de nosotros, con esa hermosa sonrisa, esa simpatía y alegría que te definían. Te voy a encontrar en los ojos de cada pichu, amiga del alma! Brillá como siempre…

Compartido por Tomás Torres, uno de los hermanos de Ailín: «Esta frase la encontramos pegada en el espejo del baño de mi hermanita Ailin Torres. Era lo que leías cada mañana, para salir a comerte el mundo con tu sonrisa y tus ganas de vivir, de salir adelante, de ayudarnos a todos, mi angelito«.

 

PD: Llego a Olavarría. Prendo el televisor. Una madre y una hija en pantalla, en un móvil. Hay desesperación en esas miradas, en esas expresiones, en esas voces. Una piba de 18 abriles teme que su ex, de 30, mate a su pequeño hijo. Luego de años de calvario y tormento, lo denuncia. Al violento se le dicta una orden de alejamiento (una perimetral), la que infringe constantemente. Una piba que recurre a los medios para denunciar, porque ya no encuentra otra salida…