¿Te acordás de la matanza de Micaela Cascallares?
Sin un Osvaldo Bayer que la escribiera como Patagonia Rebelde en libro, una cantata como ‘La Forestal‘, o un grupo Quilapayún que musicalizara hechos como la masacre de la escuela de Iquique, la matanza de los braceros de Cascallares, en enero de 1920, es casi desconocida entre nosotros. Los sucesos únicamente fueron investigados por el abogado, periodista y escritor Guillermo Torremare con el título de «La matanza de los braceros», o “La Matanza de Cascallares”, según el dossier periodístico que publicó en 2007 el diario ‘El Periodista’ de Tres Arroyos, trabajo imprescindible al que rescataremos en este texto.
Cuando la memoria busca estallar, ningún dique puede detenerla, y en algún momento surge a la superficie como agua clara de libertad. Hace cien años, entre 1918 y 1922, había una gran conmoción rural en el interior del territorio bonaerense. Pero no eran reclamos patronales por retenciones, como en 2008: las huelgas de braceros pedían mejores condiciones para los trabajadores rurales que poblaban los campos para las épocas de cosecha.
Según se expone en el número 185 de la revista ‘Todo es Historia’ (de octubre de 1982), en 1901, el doctor Juan B. Justo daba a conocer las observaciones que había hecho sobre las condiciones en que se realizaban las tareas de la recolección de las cosechas y que, en algunas zonas, perduran hasta nuestros días. Va la cita: «En la trilla y desgranado de maíz, no hay techo alguno para los hombres que en número de 12 a 30, ocupan una máquina, ni siquiera tiendas de campaña. Ni hay que pensar tampoco en un sitio decente para comer, ni en un baño para los hombres empleados en tan sucios trabajos; esquiladores o trilladores, echados en el suelo o en cuclillas, comen con los dedos sucios su galleta y su carne. En pleno verano, trabajan semanas enteras sin tener tiempo ni medios para bañarse. Al fin del otoño, cuando las noches son ya húmedas y frías, se hace la cosecha de maíz. Hombres, mujeres y niños, familias enteras, salen a ocuparse de ese trabajo. ¿Qué alojamiento se les ofrece? Muchos tienen que dormir en el campo, sin más techo que un ligero reparo que ellos mismos construyen con la chala y con los tallos de maíz».
Como cuenta Torremare, a comienzos del siglo XX en los campos de la zona de Tres Arroyos vivía mucha gente, alrededor de once mil personas, según el censo de 1914. Un tercio del total de habitantes del partido trabajaban en las explotaciones agropecuarias. Eran muchos, pero insuficientes para el tiempo de la cosecha, por lo que se multiplicaban a mediados de diciembre. Era una época que, sin saberlo, estaba pronta a desaparecer, cuando se impusiera la mecanización agrícola. La composición de estos obreros rurales era diversa: el autor estima que la pampa húmeda recibía a medio millón de trabajadores golondrina anualmente, provenientes de distintos puntos del país, otros del sur de Europa y en esta zona, muchos de Siria. Esos días, los hoteluchos y las pensiones ubicados cerca de la estación ferroviaria se colmaban de cerca de 2.500 trabajadores que esperaban ser contactados para el trabajo.
A principios de diciembre de 1919, los ánimos estaban caldeados entre quienes llegaron a recoger la cosecha fina. Muchos venían de participar de las asambleas de la Unión de Trabajadores Agrícolas, adherida a la FORA, donde se había discutido acerca de la necesidad de implantar convenios de trabajo. Allí se había aprobado un pliego de condiciones para trabajar el campo, que incluía mejoras para todos los trabajadores, tanto temporarios como mensuales. La Unión Agraria rechazó la demanda, lo que motivó la declaración de huelga, con piquetes que se presentaban en distintas estancias, frenando la cosecha.
La comunicación entre criollos y sirios era difícil, porque los primeros solían burlarse de los extranjeros a los que llamaban ‘turcos’, aunque admiraban su guapeza para el trabajo y por eso hacían rancho aparte. Por su parte, los sirio-libaneses desconfiaban de los locales, porque temían que estos les robaran o los hicieran echar. Con el tiempo de trabajo codo a codo, las asperezas se limaban.
En épocas de agitación laboral, los turcos eran especialmente buscados por los patrones, para prevenir las huelgas y romperlas (si alguna se concretaba). Lo lograban aprovechándose de sus dificultades para comunicarse fluidamente con sus pares criollos, impidiéndoles acercarse a sus ranchadas y confundiéndolos acerca del valor real del dinero, para que no se hicieran eco de las demandas laborales.
Aunque la historia oficial lo haya olvidado, hubo sindicalización rural antes que el Momo Venegas la burocratizara. Hubo peonadas pampeanas que se rebelaron a la injusticia, siguiendo caminos diferentes pero quizás paralelos a los de sus compañeros urbanos en hechos que se conocerían como los ‘Días rojos de veranos negros’. En su artículo sobre la rebelión de los braceros del sur bonaerense de 1919, el militante anarquista bahiense Generoso Cuadrado Hernández, afirma que entonces se vivía en una atmósfera convulsionada, “alimentada por una oleada de esperanza ante los pronunciamientos revolucionarios de Rusia, Alemania, Italia y España”.
En el verano de 1919 hizo mucho calor, sobre todo en los campos. Calor no solamente en los termómetros, sino proveniente de una lucha que duró cuatro veranos, de 1918 a 1921: los trabajadores del campo estaban mal, y los conflictos se cocinaban lento. Es el año de la llamada ‘Semana Trágica’, que comenzó con un conflicto laboral en la metalúrgica Vasena y terminó afectando a toda la ciudad de Buenos Aires, paralizándola por varios días con el saldo de alrededor de 700 obreros muertos y mas de 4.000 heridos.
Eran hombres ‘golondrina’: criollos e inmigrantes, con hambre de horizontes, recorriendo los polvorientos caminos de la provincia. Trabajadores rurales que fueron los fundadores de la Unión de Trabajadores Agrícolas (UTA) o de la Sociedad Cosmopolita de Obreros Unidos en Alberti. Eran demasiados, había abundancia de brazos. Hombres sobraban y quedaban al costado cuando se elegían los brazos más resistentes para el trabajo. Principalmente eran estibadores (los que acarreaban y estibaban) y braceros (los que hacían a mano la siega y la trilla). Eran muchos braceros porque la maquinaria aún no estaba extendida. Algunos de quienes encabezaron las movilizaciones ‘braceras’ eran luchadores sindicalistas y otros anarquistas. Entretanto, el agro hervía en conflictos que se multiplicaban, llevados como mensajeros por los trabajadores nómadas.
Por ese entonces, existían dos grandes sindicatos centralizados de peones agrícolas, ambos pertenecientes a la FORA anarquista: la Unión de Trabajadores Rurales (UTA), de la peonada de la cosecha; y la Federación Obrera Regional Portuaria (FORP), que organizaba a los trabajadores de la estiba en las estaciones ferroviarias de la pampa cerealera. Las tres organizaciones obreras existentes en la época estaban presentes en la zona.
El predominio era de la corriente sindicalista, agrupada en la Federación Obrera Regional Argentina (FORA) del IX Congreso, pero también actuaban los socialistas y los anarquistas nucleados en la FORA del V Congreso. Las tres vertientes, si bien no compartían las mismas estrategias de lucha, venían realizando en forma conjunta campañas contra la carestía de la vida, ya que el período que va desde 1914 a 1918 fue especialmente difícil para los obreros, en razón de la crisis agrícola imperante, con la consiguiente desocupación y caída de los salarios. Por su parte, los chacareros se consolidaban en la Unión Agraria, algunos de ellos casi simpatizando con las demandas de los trabajadores.
Aún cuando la situación de cosas se recuperó, no hubo bonanza para los trabajadores. Ellos trabajaban desde las tres de la mañana hasta las ocho de la noche, con tres descansos que sumaban hora y media en total para todo un día de trabajo, por el que cobraban tres pesos con cincuenta. Lucharían para pedir 12 y al final del conflicto conseguirían seis. Querían cobrar un poco más, y que les proveyeran yerba y azúcar para el mate, bifes a la mañana y una taza de mate cocido en lugar de la pésima comida que les daban.
En la mañana del sábado 13 de diciembre, fue arrojado en las calles céntricas de Tres Arroyos un panfleto atribuido a los huelguistas, que exigía mejoras salariales y la libertad de los presos detenidos en distintos puntos del país por atentar contra el orden social. El comunicado amenazaba con el incendio de las cosechas si no se cumplían los reclamos. En realidad, no era un documento originario del lugar, pues ya se había repartido en Rosario y Buenos Aires y en zonas rurales de la provincia de La Pampa. Los periódicos del poder se escandalizaron y lo usaron para demonizar a los movimientos obreros, pero los implicados manifestaron que era una mistificación infame orquestada por el gobierno, lo que nos muestra que las ‘fake news’ no son de ahora.
El conflicto se disparó con la detención de un joven ‘agitador’, con la excusa de que estaba armado, e inmediatamente 1500 huelguistas se juntaron frente a la comisaría amenazando con liberar al detenido por su propia cuenta. Anoticiados de la detención, los braceros convocaron a un mitin para las cuatro de la tarde en el local donde habían instalado la sede gremial. Mas de 300 braceros concurrieron a la reunión y varios de ellos hicieron uso de la palabra para analizar qué conducta asumir en la emergencia. Las fuerzas policiales del pueblo, a caballo y armadas, custodiaban de cerca la asamblea obrera. Al igual que el día anterior en Tres Arroyos, resolvieron que una delegación concurriera hasta el destacamento policial y solicitara la libertad de los detenidos. La suerte de éstos fue la misma que habían tenido sus pares en la cabecera del partido. El subcomisario se había mostrado intransigente y amenazó con reprimir.
Con una delegación policial defendida por 42 gendarmes y policías apostados en las terrazas, y una masa de huelguistas decidida a todo, la intervención de tres vecinos que ofrecieron pagar la multa del detenido es lo único que impide la masacre. Pero la huelga seguía, y ante la falta de personal, los agricultores se vieron en la necesidad de suspender la cosecha. De La Plata y Bahía Blanca arribaron efectivos de la Guardia de Seguridad, de la Gendarmería Volante y del Servicio de Guardiacárceles, a los que se sumaron los propios agricultores armados que se ofrecieron como voluntarios para actuar a las órdenes de la policía. La Liga Patriótica, por su parte, reunió a sus asociados y convocó a los vecinos para constituir “cuerpos auxiliares”, porque todavía el aparato represivo en la campaña no estaba preparado para esos movimientos.
El conflicto escaló y la situación se complicó en Oriente, El Perdido y Copetonas. La revuelta desatada en Tres Arroyos se extendió rápidamente a la vecina Cascallares, donde para las fuentes oficiales, tras un tiroteo de diez minutos entre huelguistas y policías, quedaron muertos en las calles cinco braceros “turcos”, una docena de heridos y varios contusos, en tanto las fuerzas del orden no registraron ninguna baja. En Copetonas, hubo cuatro trabajadores y un agente heridos. Los braceros detienen un tren que, procedente de Tres Arroyos, se dirige a Bahía Blanca y tras un tiroteo cae muerto de bala uno de los huelguistas.
El movimiento huelguístico se expandió hacia Coronel Dorrego, y el activista Peovich fue muerto en El Perdido, en un tiroteo «unilateral» en el que además fueron heridos varios trabajadores. A numerosos anarquistas los detuvieron, mientras que en Arrecifes varios individuos disfrazados asaltaron la comisaría. Para inicios del mes de enero, la convulsión alcanzaba casi toda la provincia de Buenos Aires y se extendió a Santa Fe. Por entonces, 1200 obreros golondrina en Tres Arroyos y 1600 en Puán proclamaron la huelga revolucionaria, pero a pesar de la agitación de numerosos sindicalistas y activistas ácratas, la huelga fue aplastada violentamente. Si bien no hay números precisos, para los trabajadores la cantidad de muertos superó holgadamente la cincuentena. De los heridos no se llevó cuenta, en tanto los detenidos fueron centenares y muchos los expulsados del país en virtud de la Ley de Residencia. Las fuerzas policiales continuaron casi sin bajas. Los trágicos sucesos abarcaron localidades vecinas, como Aparicio, Irene, Oriente y el propio Coronel Dorrego, durante casi 40 días.
Mucho tiempo después, viejos colonos que sembraron en Cascallares contarían que durante años, cuando se engavillaron las cosechas, aparecieron muchos muertos en los rastrojos, tal vez heridos graves que se escondieron en los trigales y cayeron, faltos de toda asistencia médica. Obreros heridos que huyeron del desastre, espantados por la carnicería, o cadáveres llevados a ocultar. No hay una cifra establecida de víctimas, aunque un Doctor en Ciencias Humanas de la UNICEN consultado aventuró en el ámbito académico que la matanza sería de un número cercano al millar.
El diario ‘El Debate’ expresó en sus flamantes páginas que mientras eran conducidos a Bahía Blanca los 200 braceros detenidos en Cascallares, después de sufrir el suplicio impuesto por el juez bahiense Ernesto Núñez Monasterio, fallecieron en el tren de 25 a 30 sujetos, los que fueron arrojados al camino. Al juez le llegó el periódico y entendió que la nota del día 19 del mes, que se publicó bajo el título de ‘El salvajismo en acción’, era un artículo que «hace apología de los hechos delictuosos ocurridos en la Estación Cascallares, que son de pública notoriedad, se formulan injuriosas apreciaciones respecto de la forma en que el infrascripto ejerció su ministerio». Por ello, ordenó la detención de Leonardo B. Halkett y F. A. Irurozqui Garro, Director y Jefe de Redacción respectivamente del medio. Recuperaron su libertad pasados unos días, y Halkett sería posteriormente un pionero de las empresas de micros regionales.
Los sucesos se repitieron en diversos lugares de la provincia. Conflictos intensos en los que se llegó a enfrentamientos armados con participación de importante número de obreros, encabezados por una dirigencia exigente (al menos según los pliegos que defienden los anarquistas, pero además por sus intenciones revolucionarias) que capitaneaba a una gran masa obrera combativa.
Este episodio es el preámbulo de los sangrientos sucesos de ‘La Forestal’. A una huelga de portuarios en Gualeguaychú se sumó la que se declaró en Villa Guillermina para extenderse a Tartagal, Colmena, San Lorenzo y La Forestal, en Santa Fe. A esa gesta le cantó Enrique Llopis en la cantata homónima. A continuación le siguieron, como si la matanza de Cascallares preparara el terreno y fuera un siniestro ensayo, la masacre de peones retratada por Osvaldo Bayer en ‘La Patagonia Rebelde’. Pero esa será otra historia.
Este conflicto logró superarse mediante un acuerdo entre la Unión Agraria y la Unión de Trabajadores Agrícolas que, entre otras mejoras, reconoció a los braceros la reducción de la jornada de labor a «sólo» 10 horas diarias y con mejor alimentación: a las 7 a.m. fiambre, mate cocido y galleta; a las 11.30 a.m. puchero abundante, sopa, galleta y medio litro de vino por persona; a las 3 p.m., mate cocido y galleta; para la cena, estofado y guiso, sopa, galleta y medio litro de vino. Un almuerzo “grande” y otro “chico”, en tanto durante todo el día se suministrará a los trabajadores agua fresca y limpia.
Fue notable la mejora conseguida en torno a la jornada laboral y a la comida, aunque no lo fue tanto en el aumento salarial, ya que la suma acordada de ocho pesos diarios significó sólo tres pesos por encima de lo que venían ganando y siete por debajo de lo que se reclamaba originalmente.
Los acuerdos serían asumidos como victorias desde ambos bandos. Las publicaciones lo expresaron desde una grieta que divide, por un lado, a los diarios del poder como ‘La Prensa’ y ‘La Nación’; y por el otro, los periódicos obreros anarquistas como ‘La Vanguardia’, que capitalizaron tanto el apaciguamiento obrero como las mejoras obtenidas por los trabajadores.
Como expuso Torremare, fue a partir de la puesta en vigencia de esta norma que a los trabajadores golondrinas que viajaban gratis en ferrocarril durante la época de cosecha se los llamó con el nombre del gobernador que dispuso para ellos tal facilidad: «crotos».
La Ruta Nacional 3 pasa muy cerca de Micaela Cascallares. En Copetonas, hay un museo agrario. Cerca de Oriente, los turistas visitan las ruinas de una central hidroeléctrica que fue orgullo de la región y hoy es parador turístico. El verano abandona lentamente los campos donde crece soja, maíz y girasol. Las máquinas agrícolas dotadas con GPS y aire acondicionado recorren el terreno, recogiendo mecánicamente los frutos de la tierra. Los muertos descansan, en paz, pero olvidados. Ojalá estas líneas, que simplemente intentan mantener caliente el grito que lanzara Guillermo Torremare hace diez años, sirvan para recuperar la memoria y quizás, investigar los hechos de Micaela Cascallares. La justicia y la memoria lo agradecerán.
Obras musicales sobre masacres de obreros en Latinoamérica