Vivir en la colmena

Es posible que persista en nosotros la sensación de que nos han quitado algo. Es aún más posible que precisamente sea eso en lo que han estado trabajando los artesanos del desencanto durante estos últimos años. Por eso no resulta favorable detenerse en las figuras menores que oficiaron de voceros de los mercados, de la oligarquía salvaje y dominante, los conservadores que si no la ganan la empatan sea el partido que sea el que gobierne.

(Opinión Por Alejandro Ippolito)

 

Nos hemos impuesto la prudencia de escuchar a los que saben – y a los que no saben también – para poder discernir, concordar o diferir y llegar a alguna conclusión que posiblemente también sea un desacierto.

 


Pero entre lo que sucede, lo que creemos que sucede, lo que suponemos que sucede y lo que quieren hacernos creer que ha sucedido; nos quedamos con la belleza del regreso de esa canción que creíamos perdida, esa causa nacional y popular de la que nunca quisimos despedirnos y tuvimos que aguardar de pie bajo el más crudo de los inviernos ha que volviera.

Los empresarios que jugaron a la política estos últimos 4 años nos confirmaron lo que ya sabíamos y redoblaron la apuesta para dejar en claro que se saben los dueños de todo y no están dispuesto a tolerar el rechazo a sus demandas.

El precio a pagar por el desplante popular es el castigo ejemplar que desgarra los bolsillos y ha hundido en la miseria y el hambre a millones de ciudadanos que son rehenes de los caprichos de un gobierno conformado por rufianes.

Mi mayor deseo en este momento es que todo lo sufrido nos haya enseñado algo, que la pena valga de una vez y para siempre para que jamás regrese por más disfraces que se calce, por más máscaras con las que se presente dentro de unos años para volver a saquear lo que hayamos recuperado.

Y arrojado a sentir más que a pensar me encontré con la imagen de las laboriosas abejas, empecinadas en producir, sin descanso, para asegurar el sustento colectivo, el alimento de las crías, la construcción permanente de las celdas de su territorio en donde volcar la sustancia de su esfuerzo. Son las obreras las que mayoritariamente sostienen con su esfuerzo toda la estructura, está la reina que se me antoja como un resumen de la clase dominante, engordando gracias al trabajo de los otros y asegurando que nunca se acaben los obreros.
También están los zánganos, claro está, siempre presentes. Los vemos a diario, los escuchamos zumbar desde cualquier lugar con su prédica envenenada.

 

Y están, finalmente, los que aparecen cada tanto para arrebatar el trabajo, la miel, la jalea, la cera del panal y hasta la última gota de tanto esfuerzo para satisfacer las demandas del mercado. Para poder llevar a cabo ese robo descarado, el humo resulta absolutamente necesario. El humo que distrae, atonta, adormece y permite que la voluntad se quiebre frente al saqueo.

Es por eso que debemos, primero, evitar el humo y estar pendientes. Los hacedores de humo, los vendedores de humo, sus propagadores, no se han extinguido más allá de cualquier resultado. Los que sostienen que el triunfo es una derrota y que el gobierno a pesar de haber perdido ha ganado, por ejemplo.

Imaginen qué sucedería si el humo ya no lograra adormecer a las abejas, si pudieran resultar inmunes a los efectos devastadores de ese vapor que aletarga las conciencias y permite que los oportunistas vacíen la colmena periódicamente.

Me gusta pensar que ese momento ha llegado, o que, en todo caso, esa es la tarea más profunda: inmunizarnos.

Desde el próximo 10 de diciembre, mal que les pese a los zánganos y los insensibles recolectores, la miel será para nosotr@s.


 

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