Pequeño manual para entender el universo

Una de las experiencias más interesantes y que con más cariño recuerdo de mi paso por la Patagonia argentina, donde viví por 8 años – más específicamente en Caleta Olivia, provincia de Santa Cruz – fue la que viví en las aulas del colegio Marcelo Spínola, en los últimos años del secundario como profesor de la orientación en Comunicación Arte y diseño. Entre múltiples actividades desarrolladas con los alumnos y alumnas de ese espacio rescato de forma particular el “Pequeño manual para entender el universo” que resultó en el primer cuadernillo de filosofía desarrollado por adolescentes del que haya algún registro.  (Por Alejandro Ippolito, desde el semanario Café con Patria)

Eran un puñado de ideas generales, reflexiones en donde se jugaba a comprender la inmensidad desde la puesta en consideración de principios elementales, breves, sin pretensiones grandilocuentes, solo un ejercicio de pensamiento con jóvenes que terminaron por sorprenderme.

Más allá de los conceptos que poblaron aquella edición institucional, recupero hoy el título de la obra, porque necesito regresar a ese intento por comprender el universo, no desde una visión astronómica, ni física, ni cuántica; sino como un insumo elemental que me permita entender lo que nos pasa, buscando respuestas en cuestiones por encima de lo evidente.

Uno de los enunciados de aquel manual experimental era que la esfera era la forma preferida del universo y que, sin embargo, no existía una razón aparente para que las esquirlas de la primera gran explosión tuvieran esa forma, nada estalla en esferas, las formas resultantes de un estallido tienen múltiples aristas y formatos con vértices y caras
desiguales, pero la esfera no es uno de esos resultados. ¿Existe entonces un principio de erosión universal? ¿Hay una fuerza que, al igual que hace el viento o el agua con las piedras, le da forma a los objetos que flotan en el vacío?

Y eso me hizo pensar en las fuerzas que erosionan nuestra memoria y nos redondean la historia para que se vuelva circular. Concéntrica, tal vez, como la cáscara de una naranja que cortamos sin pausa hasta que logramos una especie de espiral o de resorte. Es posible que haya una tendencia a girar en círculos, a redondear las cifras y los recuerdos, a volver
sobre los pasos, a olvidar algunas cuestiones dolorosas del pasado para no alterar la curva de la historia que no lleva siempre de regreso donde comenzamos. El infinito es posible porque no avanzamos.

Y en estos juegos del pensamiento para entretener las horas de la mañana, llego a la conclusión de que siempre estamos donde empezamos, porque por más que pasen los años no sucede otra cosa que lo que siempre pasa, las fuerzas son simples, duales, no hay mayores secretos y en esa disputa se nos agotan los capítulos de nuestra vida, y de la vida
de aquellos que nos precedieron y posiblemente de todos los que vendrán. Porque se trata de una cuestión humana, un puñado de hormigas sobre un pedazo de pan, una lucha milenaria por comer sin ser comido, por prevalecer sobre los otros, ser solidarios o ser exterminadores.

Habitamos una partícula insignificante flotando a la deriva en algún rincón del infinito, en esa dimensión perdida hay quienes se ocupan de lograr el sufrimiento de los otros en una especie de ceremonia individual, como si ese dolor los fortaleciera, como si de verdad el dinero significara algo más allá de lo simbólico, sumergidos casi con desidia en la
naturalización del hambre y la miseria, en la práctica inmoral de transcurrir sin que nadie más importe, solo nosotros y nuestra carrera consumista hacia la nada.

El espejo del último minuto será impiadoso con nosotros si no hemos sido capaces de ser el otro por lo menos un instante, si nos rendimos por miedo a volvernos visibles e incómodos ante los ojos del poder, si no nos dedicamos jamás a multiplicar nuestra sombra en un abrazo con aquel que fue expulsado por un sistema bestial cuyos engranajes se lubrican con la sangre de los postergados.
Revisemos todo aquello que sucede, siempre, porque de lo contrario nos acostumbramos, como sucedió con los tripulantes del ARA San Juan por quienes ya nadie pregunta, o por Santiago Maldonado que parece que se hubiera muerto en un accidente, pescando. Hace cientos de días que tenemos encerrado un Milagro y no sucede nada, seguimos comprando lo poco que podemos o pensando en un asado para el día de la madre como si no pasara nada, en ningún lado. El futuro es algo que se construye sobre el pasado, no puede flotar, necesita algo que le sirva de base y si esa base se ha quebrado nada se sostiene en el tiempo hacia adelante. Tenemos que resolver lo que nos está pasando, tenemos que
recordar todo lo que nos ha pasado, tenemos que corregir y corregirnos, no podemos seguir naturalizando el desastre como un castigo de algún dios impiadoso y malhumorado.

Yo no sé cómo funciona el universo, solo estaba jugando con ideas, como con aquellos pibes en el aula de un lejano secundario. Lo que sé es que las explosiones, efectivamente, siempre terminan por suceder cuando las sustancias – o las personas – se presionan demasiado. Y será entonces el nuevo comienzo de algo, una cosmogonía fundacional que
nos tendrá a todos como origen o como resultado.

En esta perversa dualidad, están los que quieren que todo siga igual y los que queremos o sabemos que hay que cambiar algo, todos los días, a cada rato, para no rendirse ante la mentira circular de que estamos condenados a volver siempre sobre nuestros pasos.

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