La larga historia de una maestra rural: María Elena Massa de Larregle

Fue un instante entre un ademán y una semisonrisa cuando vi o comprendí que toda la personalidad de María Elena apenas alcanzaba para ocultar a una joven maestra rural que permanecía intacta, fuera del tiempo y del espacio, libre y apasionada. Un recuerdo para María Elena Massa de Larregle por Daniel Puertas, compartida desde el diario El Popular de Olavarría.

Fue en una de las ocasiones innumerables en que María Elena Massa de Larregle hurgaba en sus recuerdos y desgranaba anécdotas de sus primeros pasos en la docencia cuando creí ver asomarse a esa maestra de campo auténtica y cabal. Fue tan extraña y sorpresiva esa sensación que si alguien me apurara hasta sería capaz de creer que esa maestra sonreía.

María Elena era la madre de una amiga del alma y con el paso de los años habíamos ido construyendo una relación de afecto y respeto que a despecho de las diferencias generacionales se iba pareciendo también a la amistad.

 

Pero fue recién en esa charla cuando creí descubrir que en esencia María Elena era una maestra rural, que esa fue la época de su vida en que fue auténticamente ella, que durante el resto de su vida fue, simplemente, la que creía que debía ser, la persona que debía responder al modelo ideal según su función y sus circunstancias.

Muchas veces me pregunté en qué podría haberse convertido María Elena de haber nacido en una época como esta, donde las mujeres se han rebelado y puesto a la par de los hombres y con serias chances de superarlos.

Algunos estudiosos han postulado la hipótesis aventurada de que la caída en la calidad de la educación, un fenómeno internacional, se debe fundamentalmente a la liberación femenina. Basan esa conjetura en un hecho incontrovertible: durante siglos prácticamente el único camino a seguir para una mujer brillante era el de la docencia.

Eso llevaba lógicamente a que la educación quedara en manos de las más inteligentes, de las más capaces. Pero en la actualidad una mujer puede elegir la carrera que más se adecue a sus convicciones o su fortuna. Pueden ser investigadoras, científicas, médicos, abogados o lo que fuera.

Y, por ende, pocas mujeres brillantes se van a conformar con un puesto de maestra, salvo que tengan una vocación especial y un espíritu de sacrificio a toda prueba. Fuera como fuera, esos cientistas creen que ya la educación dejó de estar en manos de las más inteligentes y que eso se nota. Estoy lejos de estar convencido de esa teoría,  pero debo confesar que mujeres como María Elena Massa me han hecho pensar seriamente si no será acertada.

 

Muchas veces me pregunté si ella no hubiera sido una escritora destacada de haberse dedicado a ese oficio incierto. O una investigadora científica de fuste cuando admiraba el rigor de sus razonamientos, la limpidez de su lógica al hablar de cualquier tema.

Era una melómana admirable por lo que alguna vez supuse que podría haberse dedicado a la música con buena fortuna, especialmente si se tiene en cuenta que su hija, también María Elena de nombre oficial y Puli de nombre cotidiano se convirtió en una destacada docente de música en la Facultad de Bellas Artes de la UNLP, de la que incluso fue decana.

O que su otro hijo, José, es uno de los más destacados bateristas locales desde hace años, tanto por su habilidad con los palillos como por el hecho simple de que ha formado y forma parte de incontables grupos musicales. A diferencia de músicos a los cuales su pasión les quita tiempo para todo lo demás, José logró trajinar durante años en un empleo formal que le permitió sostener su vocación y condición real de músico.

En más de una ocasión y en secreto me dediqué a buscar reflejos de María Elena Massa de Larregle en sus hijos, con la certeza de que no debe haber sido fácil para ellos crecer con una presencia tan fuerte a su lado como la de su madre. Como son mis amigos, jamás se los pregunté, pero más de una vez me asaltó la tentación.

Desde el día ese en que creí advertir a la maestra rural escondida detrás de María Elena intenté por diversos medios convencerla de que reanudara las memorias que había comenzado a escribir en unos cuadernos que se llevó la inundación de 1980.

Traté de dejar en claro con distintas insinuaciones que estaba dispuesto a poner los trucos y conocimientos demi oficio si era necesario para ayudarla en esa tarea. Siempre se mostró incólume en su decisión de no volver a tratar de volcar esas historias entrañables en el esbozo de un libro.

 

Por pequeñas noticias en el diario o por relatos de madres de amigos que eran docentes, desde que era chico me había acostumbrado a la existencia de María Elena Massa de Larregle. Era la imagen de una persona destacada según el modelo social en vigencia.

Inspectora de educación presente en actos oficiales, miembro de la Asociación Sanmartiniana y seguramente de otras entidades similares, frecuente visitante de la iglesia. La memoria tiende trampas, pero en mi cabeza se había formado la imagen de una mujer que podría ser el ejemplo de la “dama” destacada en las pequeñas sociedades conservadoras de una ciudad del interior.

María Elena ya bordeaba los ochenta años cuando supe, no sin sorpresa, que había apartado de su vida a la Iglesia y que por entonces se aferraba al ateísmo o a un agnosticismo cerril. Nunca se lo pregunté, asustado ante la idea de entrar en una discusión teológica en la que intuía que ella me llevaba mucha ventaja.

Por entonces ya sabía que muchas de las convicciones que habían sustentado buena parte de su vida habían sido sometidas a una revisión feroz y abandonadas a un costado del camino. Puli dijo más de una vez entre risas que su madre se había hecho “trosca a la vejez”. Creo improbable que María Elena hubira adoptado una fe política en particular en el último tramo de su vida, tal vez porque no le alcanzó el tiempo, empleado en su mayor parte en demoler sus creencias anteriores.

Pero era indudable que sus análisis políticos dejaban en claro que ella era dueña de esa lucidez implacable que suele hacer infelices a unas cuantas personas. Y fue precisamente esa lucidez la que hizo difíciles los últimos años de su vida. El cuerpo se le fue deteriorando, pero su mente se mantuvo siempre sin mengua.

Entonces tenía más tiempo para pensar, para analizar con una ferocidad impiadosa toda su larga vida. La depresión la invadió, por ejemplo,  cuando llegó a la conclusión que más de una maestra joven había pasado malos momentos por su causa cuando era inspectora cuando ella sólo había tratado de ser justa.

Seguramente esas maestras jóvenes lo que sentían ante María Elena era, pura y simplemente, miedo. Si hay una cosa que podría definir a María Elena sería la palabra “justa”. Lo era en sus análisis, en sus críticas, en sus opiniones.

En sus últimos años quizá no fue tan justa con ella misma. Cuando prácticamente ya no podía levantarse de la cama debió revisar toda su vida. Y no se perdonaba nada. Con ella no se permitió ser justa. Cuando murió tenía 94 años. Había decidido por su cuenta ir a un geriátrico.

 

No fue una sorpresa para nadie que la conociera que rápidamente hubiera homenajes, que se escribieran notas laudatorias, que le impusieran su nombre a un aula del Instituto de Formación Docente “Adolfo Alsina”.

 

No fueron pocos los que recordaron otras cosas de María Elena al margen de la docencia, como un premio ganado con un ensayo sobre un portugués que entre otras cosas montó una línea de colectivos entre Bolívar y Olavarría. O haber creado el encuentro de lectura “Letras en Ronda” en la Alianza Francesa. Había quienes, como el escritor Guillemo Del Zotto, tenían el coraje suficiente como para someter sus escritos a su mirada aguzada y a veces feroz. Porque era una crítica tan justa como eficaz, pero impiadosa, aunque quizá ella no se diera cuenta del todo.

¿Qué hubiera sido de la vida de María Elena en un contexto como el actual?

Eso no se sabrá jamás. Pero sí se sabe que el rol que le tocó en suerte desempeñar le bastó para influir en más personas de las que ella misma pudo imaginar.