El Hombre de La Bolsa

Llegar me agitaba el corazón. Llegaba cargado, también, de algunas incógnitas: ¿Qué habrá de nuevo? ¿Tomará mis revistas? O cuando me acercara a la pila en donde estaban los comics americanos, ¿sentenciaría “no, no, esos son sólo para canje”?. Nota de  Javier Cardoso compartida desde El Central.

Nunca fui mucho por manuales o tablas periódicas o diccionarios, siempre iba a La Bolsa a buscar lo que no se encontraba en ningún lado. Las revistas de editorial Columba, algunas de cine, los comics americanos y, a veces, como para malgastar lo que sobraba, las tiras cómicas y apaisadas en su formato: Isidoro, Patoruzú y –su versión más aniñada– Patoruzito.

 

Archivo: La Bolsa en la Década del ’80 | Facebook Julio Portales

Archivo: La Bolsa en la Década del ’80 | Facebook Julio Portales
En sus orígenes (mitad de los setenta), La Bolsa estaba ubicada en la perfecta ochava de la calle Belgrano y Moreno. Luego, a mediados de la década siguiente, se mudó a Moreno muy cerquita de calle Yrigoyen. Ahí perduró hasta su cierre definitivo, para ser más preciso en el año dos mil dieciséis. Sotile –con un calibre único y una disciplina soviética– mantuvo su negocio de compra venta y canje de textos y revistas por más de cuarenta años. Ya en los últimos tiempos en que fui había comenzado una especie de tímida liquidación; acusaba cansancio y, por ende, su retiro.

 

Osvaldo Sotile (Foto Facebook Daniela Stracquadanio)

Osvaldo Sotile (Foto Facebook Daniela Stracquadanio)
Me contó que los libros que no llegaran a liquidarse en la venta serían donados a la biblioteca de la cárcel. Nunca pregunte por qué. Es que a Sotile no se le podía preguntar mucho, era de pocas palabras. Su estilo era único, era su oficio, siempre me recordó vagamente al personaje de la obra de Charles Dickens el viejo Ebenezer Scrooge, aquel del Cuento de Navidad: frío, centrado, mirando hoja por hoja esa revistas de la farándula, esas novelitas Pulps , los Corin Tellado, las Bianca, toda esa catarata de literatura melosa que en su negocio era dinamita.

A finales de la década del ochenta y hasta mitad de los años noventa, la enseñanza secundaria se había puesto exigente. La Bolsa explotó, las colas bajo los fuertes solazos del mes de marzo serpenteaban dando la vuelta manzana hasta Yrigoyen, y algunos se perdían sentados en el cordón de la acera de la calle Moreno. Todos buscaban un manual de segunda mano de Drago en Historia y Cívica, alguno de Ibáñez, algún Kapeluz o de editorial Troquel en lo que refería a matemáticas, y a una materia ya extinta, Mecanografía (también podemos recordar el ya en ese entonces vintage libro de Biología de Pedro Zarugo).

Sin dudas, ese era para mí el peor momento del año. Abarrotado por la demanda como estaba, Sotile se veía en la obligación de contratar un empleado temporal, razón por la cual atravesaba el mostrador a lo largo de la entrada de su local y, por ende, dejaba periódicamente clausurada la parte de revistas y libros en general que estaban fuera del circuito escolar. Yo odiaba estudiar e ir a la escuela, así que recién entrado abril podía acercarme a La Bolsa, ya cuando todo se normalizaba. Hasta ese momento en que se recuperaba mi “paisaje” favortito, lo que sentía era que allí apagaban la luz y que ese reducto tan apreciado se convertía en un lugar atacado por una chusma que sólo quería un aburrido manual para la escuela.

El tiempo se lleva todo puesto, como un huracán. Aparecieron las fotocopias, la masividad de Internet y ya lo de los manuales quedó convertido en historia misma. Alguna vez incluí a Sotile y su Bolsa en un relato llamado En El Corazón del Plan Austral, donde cuento cuando encontré mil australes tirados en dos papeles de quinientos y me los deliré, ¡todos!, en libros y revistas en La Bolsa; en otro relato que denominé El Viejo de La Bolsa. Éste quedó inconcluso.

La figura romántica de Sotile y su negocio siempre anduvo dando vueltas por mi cabeza. En nuestras últimas charlas me decía que la gente ya casi ni lee, que la televisión y la Internet habían tapado todo y que ya casi entraba material para poder canjear y seguir girando la rueda de los libros usados y de segunda mano.

Rescato con importancia el día que me comentó que había ido al cine a ver el estreno de la película de Patoruzito; le pregunté qué le había parecido y me dijo “una porquería. Muy para nenes, un cumpleaños en el medio, no respetaron para nada la idea central del personaje, está como muy agarrada de los pelos”. Vi en su rostro una pizca de tristeza, evidentemente era el ocaso inmediato al fin. Pude subir a una suerte de entrepiso que había en su local, ahí estaban los tesoros. Pasé al baño y me despedí. Al otro día La Bolsa cerró definitivamente.

Todavía la gente anda extraviada, como buscándola en el centro. Hay quienes se preguntan “¿La Bolsa cerró ya?”. Eso hace, sin duda, que todo a su alrededor tome un carácter mitológico. Este fin de semana, lamentablemente, por esas cosas de la vida falleció su dueño. Ahora sí, La Bolsa es un mito, y una parte de éste se fue con Sotile al cielo de los que canjean libros y revistas. Porque no tengo dudas que arriba tiene que haber un lugar así.

*Javier Cardoso es propietario de la librería «Ave Fénix», sita en la galería Paseo del Azul.