Nacer y morir en 25 meses: la vida fugaz de un ternero

El novillo 234 tiene el lomo húmedo y los ojos cerrados. Hilos de agua fresca caen sobre el pequeño corral en el que está encerrado desde hace cinco minutos junto al resto de los animales de su lote. Son las once de la mañana, el cielo está despejado y sus pulsaciones empiezan a bajar. Está nervioso, pero de a poco se va calmando, se adormece. En las últimas cuarenta horas perdió veinte kilos y ahora pesa 355. Ese adelgazamiento se explica, en parte, por la falta de alimento, pero también por el estrés que le provocó subirse a un camión jaula, viajar doscientos cincuenta kilómetros y llegar hasta este frigorífico en la localidad de Pacheco, en el Gran Buenos Aires, un lugar desconocido sin pasto ni árboles en el que muchos otros de su especie esperaban parados sin comer. Lo único que hizo el novillo 234 en ese tiempo fue cagar y transpirar. Mientras descendía del camión por una rampa de cemento sólo se veían algunos corrales con barandas de hierro y una enorme construcción. Arriba de la rampa había un cartel que decía: “Prohibido el uso de picanas en este establecimiento”. Nota por Lucas Villamil, fotos: Francisco Odriozola. (Compartido desde Almagro revista)

El 234 y los animales de su lote tienen entre quince y dieciocho meses de edad y son parte de la categoría bovina más buscada en el mercado argentino de carne. Sus músculos son jóvenes, tiernos, irresistibles para gran parte de la población, y eso se traduce en un buen precio en las góndolas de supermercados. En el mercado de hacienda de Liniers, en la ciudad de Buenos Aires -el más grande y tradicional del país-, estos animales se venden más caros que las vacas y los animales de mayor edad. Pero el 234 y su lote no tuvieron que pasar por Liniers porque Dardo Maldonado, el dueño del ganado, arregló la venta directamente con el gerente del frigorífico. Probablemente Maldonado haya conseguido un precio mejor porque su hacienda es de raza: son todos Limousin, y de muy buena calidad.

Mientras los terneros esperan parados al lado de esa enorme construcción de paredes blancas, Maldonado los observa orgulloso. Solo falta que le sellen un documento del Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria (Senasa) para comenzar con la faena.

Veinticinco meses antes de esta mañana soleada de otoño, en un campo de la cuenca del río Salado, en la provincia de Buenos Aires, empezó la historia del novillo 234. Allí, en una de las zonas ganaderas por excelencia de la Argentina, un enorme toro rojo de casi novecientos kilos montó por tercera vez a una vaca, la penetró con fuerza y eyaculó en el acto. Nueve meses después, en el final de la primavera, nació un ternero.

La cuenca del Salado es una de las zonas de la pampa húmeda en las que la ganadería todavía se hace un lugar. Antes, la hacienda vacuna ocupaba los mejores campos del país, pero el avance de la agricultura en la últimas dos décadas hizo que la producción de carne se corriera hacia campos más marginales y adoptara prácticas de mayor intensificación. El campo de Maldonado tiene potreros que son demasiado bajos para la producción de soja o de maíz porque corren un alto riesgo de encharcarse. Las plantas no rendirían lo necesario y para las sembradoras y cosechadoras sería casi imposible maniobrar. Pero para la cría, es un buen lugar.

En las primeras horas de vida del 234, la vaca lo lamió para limpiarlo y él, con algo de esfuerzo, logró ponerse de pie para tomar leche de la ubre de su madre. En pocas semanas, ese alimento rico en proteínas le dio volumen al cuerpo del ternero, fortaleció sus huesos y sus dientes y pronto el animal -rojo oscuro, como su padre- pudo incluir las pasturas en su dieta.

Fue en esos primeros días de vida cuando tuvo sus primeros contactos con los seres humanos. Roberto Asencio, un hombre corpulento de unos cincuenta años al que todos conocen como “Nito”, era el encargado de la estancia de Maldonado. Hace ya veinte años que vive en ese campo junto a Nilda, su mujer, y fue ahí donde crió a sus tres hijos, que ya se fueron al pueblo a estudiar y a trabajar. Nito es alegre y de pocas palabras, y conoce muy bien a cada uno de los animales a los que cuida. Por aquellos días Nito recorría el potrero bien temprano para ver cómo iba la parición, revisar a los nuevos terneros y controlar el estado corporal de las casi ochenta vacas.

El ternero 234 pasó ese primer verano a la sombra de su madre, sin demasiados sobresaltos. El rodeo deambulaba aleatoriamente por las treinta hectáreas del potrero buscando hierba fresca, y cada tanto se acercaba hasta una de las esquinas en la que había un bebedero. Hubo días de calor muy intenso en los que lo único que quedaba era tomar agua y moverse poco. Esa rutina solo fue interrumpida un par de veces por cuestiones sanitarias. En esas ocasiones, Nito llegaba montado a caballo y empezaba a chiflar y a arrear al ganado al grito de “¡hop!¡hop!¡hop!”. Entonces todos los animales se juntaban y caminaban lentamente hacia una tranquera abierta, atravesaban otro potrero y entraban a la manga, un lugar con corrales más chicos en el que la hacienda estaba más apretada. Esa situación generaba cierta incertidumbre en los animales, que empezaban a mugir formando un coro desafinado. Algunos, más desconfiados, intentaban escapar y chocaban con sus cabezas contra el alambrado. Después se separaba a las madres de los terneros. Nito abría una tranquera y se quedaba parado al costado. Las vacas enfilaban para la puerta y el hombre las dejaba pasar, pero los terneros, más inexpertos, se rezagaban unos metros y Nito les cortaba el paso. La tranquera se cerraba y las madres quedaban del otro lado. Entonces los terneros se ponían en fila y entraban a una pasarela con maderas a los costados que no les permitían ver lo que sucedía a su alrededor: sólo veían la cola del animal que estaba adelante. Ese era tal vez el momento de mayor nerviosismo. Al final de la pasarela, cada animal era sujetado del cuello con un cepo, y Nito, junto a Maldonado y otros hombres que habían llegado especialmente para la ocasión, hacía lo que tenía que hacer. Todos los terneros eran vacunados contra la mancha, la gangrena, la aftosa y la enterotoxemia. También recibían tratamientos desparasitarios. Eran momentos difíciles pero necesarios. Momentos por los que deben pasar los 54 millones de bovinos que hay en la Argentina. Al final, los terneros se volvían a reunir con sus madres y toda la hacienda volvía al potrero del que había salido, a la tranquilidad y el pasto fresco.

Hasta que pasaron cosas. Ya había llegado el otoño, la temperatura era más baja y el pasto empezaba a escasear. Nito entró al potrero acompañado por otros dos hombres. Iban los tres a caballo, rodearon a los animales y los llevaron despacio hasta la manga. Para esa época, aunque seguía tomando leche materna, el 234 ya no pasaba todo el día al pie de su madre. Estaba más fuerte y rápido y jugaba mucho con el resto de los terneros. El juego consistía en montarse sobre el lomo del otro imitando el acto sexual de los toros y las vacas. Eso iban haciendo en el camino a la manga aquel día en que todo cambió. Cuando llegaron, el 234 intentó quedarse cerca de su madre, pero pasó lo mismo que había pasado las veces anteriores. Nito apartó a las vacas hacia otro corral cerrándoles el paso a los terneros, y después los terneros entraron en fila a la pasarela.

Esa fue la última vez que el 234 vio a su madre. Al llegar al final del pasillo, el ternero quedó inmovilizado por el cepo. Intentó librarse moviendo todo su cuerpo y empujando con las patas hacia atrás, pero fue inútil.

-¡Doscientos treinta y cuatro! -gritó Nito.

A su lado estaban Maldonado y otro hombre con una planilla, conversando mientras observaban al ternero.

-Capeló -dijo Maldonado.

El destino del 234 estaba sentenciado: no sería un semental como su padre, no llenaría la pampa de hijos y tampoco iría a competir a la exposición rural de Palermo, en la Capital, por la cucarda del gran campeón macho de la raza.

Nito se agachó y con la mano izquierda le agarró los testículos al 234, los estiró hacia abajo y con un cuchillo hizo un tajo vertical en el lado derecho del escroto. Una mancha roja se extendió por su mano. Metió los dedos adentro del animal, tomó el testículo derecho y cortó el único conducto que aún lo mantenía pegado al cuerpo del ternero. Luego repitió el mismo procedimiento con el testículo izquierdo. Los órganos sexuales del 234 quedaron sobre el pasto: dos huevos blancos llenos de sangre, tibios.

Nito untó una pomada cicatrizante en el escroto vacío del animal. Cuando abrieron el cepo, el 234 salió disparado a reunirse con el resto de los terneros que habían sido castrados. Les caía sangre por las patas: se habían convertido en novillos. Las madres ya no estaban ahí y ellos las llamaban a los gritos. Mientras tanto, Nito y los otros hombres se almorzaban los testículos de ternero cocinados al disco. Tras varias horas de espera, cuando todos los animales habían pasado por el cepo y solo unos pocos habían quedado enteros, el lote de novillos fue arriado hasta otro gran potrero dividido en cuatro rectángulos por alambrados eléctricos. Allí el pasto tenía otro sabor. Era un terreno de mejor calidad en el que Maldonado había implantado unas pasturas consociadas, es decir que había mezclado semillas de festuca, cebadilla y tréboles para lograr un alimento más nutritivo para sus animales.

Cuando llegó el invierno, los novillos ya le habían agarrado el gusto a esa nueva pradera. En pocos días se comían gran parte de la hierba disponible en el rectángulo en el que se encontraban, y Nito levantaba el alambre eléctrico con un palo para que los animales pasaran a la siguiente subdivisión. De esa manera administraban mejor el alimento disponible y les daban tiempo a las pasturas para que volvieran a crecer.


Cuando llegó el verano y el 234 cumplió un año, la balanza indicó que ya pesaba algo más de 300 kilos y que, al igual que el resto del lote, estaba listo para la etapa de terminación. Entonces Nito los llevó a un corral más chico, sin pasto, y les cambió la dieta. Todos los días aparecía el hombre manejando un tractor con acoplado y volcaba una mezcla de granos de maíz molidos y alimento balanceado en un comedero hecho con barriles de plástico. La actividad de los animales se reducía a caminar desde el bebedero hasta el comedero, los días pasaban entre el barro y el sol y ellos cada vez se movían menos y comían más. Maldonado había diseñado minuciosamente la dieta junto a un veterinario para lograr la mayor eficiencia posible en la conversión de alimento en carne. A esa altura, él ya no buscaba que los novillos crecieran, sino que engordaran. Las proteínas que les daba la leche en los primeros meses de vida habían sido reemplazadas por las calorías que traían los granos de maíz. Durante los meses que siguieron cada novillo comió treinta kilos de alimento por día, bebió 40 litros diarios de agua, y engordó un kilo y trescientos gramos por día. El cuerpo se les fue redondeando y el contorno de los huesos desapareció.

Un día, al final del verano, Nito apareció nuevamente montado a caballo. Abrió la tranquera y gritó: “¡hop, hop hop!”. La caminata hasta la manga fue más lenta que las veces anteriores y con menos mugidos. Los animales pasaron de a uno por la balanza para un último registro: ya habían llegado a los 380 kilos de promedio. Después, subieron por una rampa angosta y entraron a un camión jaula. Nito estrechó manos con el chofer y se quedó mirando cómo el camión se alejaba por el camino de tierra. Entonces vinieron los 250 kilómetros hasta Pacheco. Los ruidos de la ruta, el hambre y el amontonamiento indican el comienzo del final.

Son las once y cuarto y el 234 está tranquilo. El corral se fue vaciando de a poco. Una puerta de metal se abre y llega su turno. El novillo entra a un compartimento de aluminio. Todo es plateado. La puerta se cierra detrás suyo. Desde arriba aparece un hombre con gorro celeste, delantal y una pistola neumática. Es lo último que ve el novillo 234. Un disparo certero en el centro del cráneo lo desmaya de inmediato. El animal cae pesado sobre sus costillas, una puerta lateral se abre y otros dos hombres con gorro, guantes y delantal enganchan su pata izquierda a una cadena. Mientras lo elevan hasta unos rieles cerca del techo, la pata derecha del 234 se sacude inconsciente. Colgado boca abajo y con la lengua afuera, el novillo ingresa a la sala de faena. Carlos Insúa, un hombre de unos cuarenta años vestido con el uniforme reglamentario, lo espera afilando un enorme cuchillo. Vive con su familia en un barrio de Pacheco y todos los días a las seis de la mañana se va en moto hasta el frigorífico, donde trabaja desde hace ya quince años. Sin inmutarse, hunde el cuchillo en el pecho del animal y lo empuja hacia abajo para hacer un enorme tajo entre sus patas delanteras. Un chaparrón de sangre oscura cae en una canaleta de aluminio. El 234 se sacude levemente mientras se desangra y avanza hasta el siguiente operario. Insúa enjuaga su cuchillo y pasa al próximo animal. El 234 es parte de una fila de novillos a los que les llegó la hora de morir y ser preparados para el consumo. Los cuerpos casi inmóviles circulan colgados de una línea de desmontaje. En las buenas épocas, en este frigorífico se faenan mil quinientas cabezas por día.

Un par de hombres le cortan los tendones de las patas, otro le arranca las orejas y el morro, y otro, con la ayuda de una máquina, comienza a despegar el cuero de su carne. Los músculos y la grasa del 234 van quedando al descubierto de atrás para adelante, de arriba hacia abajo. Después le arrancan el rabo y las patas y terminan de desnudar su cuerpo. La piel vacía va a parar a una gran montaña de cueros. Serán usados para fabricar carteras, sillones y tapizados de autos. Un operario abre el cuerpo del animal con una pequeña sierra circular y extrae de adentro todos sus órganos. Una masa de estómagos, riñones y tripas amarillentas cae junto al corazón en un contenedor que avanza por una cinta paralela. Otro operario corta la cabeza del 234 y la cuelga al lado del cuerpo. Los músculos de la cara se contraen, los ojos ya no ven. La lengua, negra, cuelga separada. Todas las partes avanzan juntas, en el piso se forma una laguna de sangre y grasa. En la siguiente estación, un hombre con una enorme motosierra corta a la res en dos por su columna vertebral.

En el primer semestre de 2018, según la Cámara de la Industria y Comercio de Carnes y Derivados de la República Argentina (Ciccra), se faenaron en el país 6,5 millones de vacunos, un 7,4 por ciento más que en el mismo periodo de 2017. Esto equivale a 1,48 millones de toneladas de carne y hueso, a los que se suman los cueros, los chinchulines, la sangre con la que se hacen las morcillas y los cuernos con los que se fabrican botones. De esa carne, 1,28 millones de toneladas se consumieron en el pujante mercado interno. En la Argentina se comen, en promedio, cincuenta y ocho kilos de carne por habitante por año.

Tras un breve análisis de técnicos del Senasa al cuerpo y los órganos del novillo 234, las medias reses llegan al final de la primera etapa. Un hombre estampa en la carne una serie de números con tinta violeta. Otro le pone dos etiquetas que indican el peso, el tenor graso y la calidad del producto. A un costado espera Maldonado, contento porque sus animales obtuvieron la calificación doble A. Menos de media hora después de haber entrado a la sala de faena, lo que queda del cadáver del 234 cuelga dividido en dos luciendo una serie de sellos que lo transforman en mercancía. Así podrá estar exhibido en cualquier carnicería de la Capital Federal. Mientras tanto en el cogote, casi imperceptibles, cerca de donde debería estar su cabeza, los músculos se siguen contrayendo en espasmos cada vez más lentos.

Nota por Lucas Villamil, fotos: Francisco Odriozola. (Compartido desde Almagro revista)