Postales desde el infierno

Es difícil superar el silencio frente a la contundencia de esta postal del infierno. El gobierno nacional tiene por enemigos a los trabajadores, a los docentes, a los jubilados, a los discapacitados, al pueblo. Los considera una intolerable molestia, un eco de berrinches que se oponen a sus caprichos mercantiles, que entorpecen la feria de los negociados, esa orgía de ganancias millonarias que no son bien vistas por los que no saben si van a comer en cada nueva jornada.  (Opinión Por Alejandro Ippolito)

La respuesta es siempre la violencia, acciones acordadas con un sector de la sociedad que aplaude de buena gana a esos salvajes protestones que no los dejan circular libremente con sus autos por donde quieren. Habría que matarlos a todos, vagos, no quieren laburar, esto nos dejó el kirchnerismo, una horda de planeros que ponen palos en la rueda todo el tiempo. Eso piensan, eso es lo que escupen de sus fauces furiosas como un rezo a los dioses de un Olimpo decadente.

 


El gas pimienta condimenta las lágrimas de la desesperación de la gente común, la que ya no sabe qué hacer para que la vean, la escuchen y que atiendan sus reclamos. Verduras pisoteadas, tomates aplastados contra el asfalto de una plaza que años atrás celebraba independencia con una muchedumbre feliz que bailaba y se abrazaba festejando todo lo conseguido.
Hoy hay vallas, botas, palos y balas donde hace tres años se besaban banderas y se reconocía la propia imagen en los ojos del otro que era nuestra patria. Pero hoy no hay ni eso, ni patria, ni otro ni nada, para los que tienen al odio como consigna política y a la policía como militante.

 


Están caros lo morrones, pensará algún milico mientras acarrea la ofrenda para el comisario. Habrá abundancia de ensaladas en las mesas de los patoteros a sueldo, uniformados, mientras brindan por una nueva bravuconada a las órdenes de la patética ministra de Inseguridad.
Habiendo conocido el cielo, arrastrarse hoy por los senderos polvorientos de este infierno resulta demasiado triste, ver a diario las escenas que creímos superadas, ejercicios autoritarios que nos parecía que ya no volverían jamás porque habíamos aprendido algo como sociedad. Y ese es el problema, no es la política ni la economía, es la gente, aferrada a la esencia más deleznable de la torpe humanidad. Es la gente que dedica sus horas al desprecio por el otro, la que se traga, hasta ahogarse, las mentiras que le arrojan desde las pantallas los periodistas mercenarios a las órdenes de un poder inmenso del que no sabemos ni siquiera el nombre.

 


Todo el dolor de estos días no apareció de improviso, no es un castigo de alguna deidad malhumorada, no somos víctimas de nada – de nada que no sea nosotros mismos – hemos parido este desastre por desidia, desmemoria, complicidad o exceso de confianza. Pero somos protagonistas, hacedores de nuestra historia, un factor fundamental en una ecuación demencial que nos llevó al más lamentable de los resultados.

 


Las verduras quedaron esparcidas por el lugar, pisoteadas como la esperanzas de los que creyeron que este gobierno venía a cambiar algo y en realidad comprenden tal vez que venía a destrozar el cambio, que odia el cambio porque son conservadores, porque quieren “la normalidad” de un mundo desigual donde el mandato sea: mucho para pocos, poco para muchos y nada para los demás.

 


“Cambiamos futuro por pasado” dijo apenas electa, la gobernadora Vidal en su festejo con sonrisa naif que le ocultaba los colmillos. Y esa frase, quizás, haya sido la única verdad expresada por este gobierno en tres años de ajustes, devaluación, censura, represión y endeudamiento. Todo lo demás es parte del maquillaje mediático que dice lo que no sucede, no dice lo que en verdad pasa y para el resto prefiere el silencio.
De toda pesadilla se sale, únicamente, cuando se abren los ojos y nos reconocemos despiertos.

(Fotos: Página/12)

 

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