Comprar, tirar, comprar: el modelo que está destruyendo el mundo

El modelo económico imperante en el mundo se basa en la producción y el consumo de bienes y servicios de manera masiva. Para mantener este modelo es necesario que la rueda de consumo nunca se detenga, incentivando la compra constante de productos y servicios. Para comprender esto es necesario conocer el concepto de obsolescencia. Nota de Abel Sberna compartida desde El Rompehielos.

Entre 2016 y 2019 la compañia Motorola lanzó al mercado cinco versiones correlativas de su popular línea de teléfonos Moto G. Solo en 2019 la empresa lanzó dos versiones, el Moto G7 y su reemplazo, el G8. En poco más de 3 años el teléfono evolucionó desde su versión 4 hasta su versión 8, incluyendo una gama de variantes para cada una de ellas (Plus, Play, etc).

Sin embargo, a pesar de una aparente evolución, las características del dispositivo no han cambiado sustancialmente desde la versión G4 hasta la actual. Un poco más de potencia de procesamiento, algunos mega pixeles adicionales en la cámara (¡¡más cámaras!!) y cambios estéticos en el diseño del producto. La realidad es que el G4 continua siendo un excelente teléfono, totalmente funcional. Entonces ¿de qué se trata esta constante evolución del producto?. Básicamente una estrategia de ventas. Y no se trata de una táctica perversa aplicada por esta compañía en particular. Es un modelo de mercado global totalmente aceptado tanto por las empresas productoras, los estados y los consumidores que se basa principalmente en el concepto de la obsolescencia.

Existen tecnologías que, debido a los avances de los últimos años, han quedado indiscutiblemente obsoletas. Un ejemplo claro son los soportes físicos magnéticos de video analógico como las cintas VHS, que han sido reemplazadas primero por soportes magnéticos digitales como el miniDV y más tarde por tarjetas de memoria y discos de estado solido que permiten almacenar video de alta resolución de forma más segura y con mayores condiciones de seguridad.

Ejemplos como el anterior sobran. La fotografía digital ha dejado relegada lo analógico a un pequeño segmento de consumidores que tienen predilección por el soporte físico y los procesos químicos. El streaming ha reemplazado los soportes físicos de música como Cds y reproductores portátiles de MP3. Estos cambios y muchos más responden a la evolución de la tecnología que en la mayoría de los casos son beneficiosos para los consumidores, para las empresas y para el ambiente, ya que se reduce la producción de soportes físicos, la generación de residuos, la necesidad de transporte de mercaderías, etc.

Sin embargo, cuando un producto queda obsoleto arbitrariamente con el solo propósito de vender su reemplazo, las cosas se ponen peligrosas. Y lamentablemente eso sucede con mucha más frecuencia de lo que creemos, en especial en el rubro de la tecnología.

 

La obsolescencia es la condición o estado en que se encuentra un producto que ya ha cumplido con una vigencia o vida útil.

 

Pero ¿Cómo se determina la vigencia o vida útil de un producto?
Naturalmente la segunda condición es simple de explicar: cuando un producto deja de funcionar y no se puede reparar, ha cumplido su vida útil. El ejemplo más claro es el de las lamparitas. Cuando se queman, van a la basura y se compra una nueva. ¿Pero qué sucede cuando un producto se rompe “deliberadamente”? Esto es lo que se conoce como obsolescencia programada, y el primer caso de la historia fue, justamente, la lamparita.

A principios del siglo XX, un grupo de fabricantes decidió que las lamparitas debían quemarse a determinada cantidad de horas de uso para garantizar la demanda. Esta repudiable idea tuvo consecuencias catastróficas y aún hoy continua en vigencia, tanto es así que a principios del nuevo milenio la empresa Apple se vio involucrada en un escándalo mediático al quedar expuesto públicamente que las baterías de sus iPod estaban programadas para durar tan solo 18 meses. Al estar soldadas al dispositivo, los usuarios debían comprar una nueva versión al concurrir ese periodo de tiempo.

Actualmente estas prácticas tan explícitas de obsolescencia programada son difíciles de detectar y suelen ser condenadas por la justicia en muchos países, ya que se considera una estafa y una violación a los derechos del consumidor. Sin embargo existen otros modelos de obsolescencia muy vigentes que tienen resultados similares en el mercado.

La obsolescencia indirecta: deriva de la imposibilidad de reparar un producto por falta de repuestos o piezas de recambio adecuadas o por resultar imposible la reparación (por ejemplo, el caso de las baterías soldadas al aparato electrónico); la obsolescencia funcional por defecto: un componente falla y todo el dispositivo deja de funcionar; la obsolescencia por incompatibilidad: por ejemplo, cuando un programa informático deja de funcionar al actualizarse el sistema operativo. Guarda relación con la del servicio posventa, en el sentido de que el consumidor será más proclive a comprar otro producto que a repararlo, en parte debido a los plazos y precios de las reparaciones. Ocupa un lugar muy importante en este listado la obsolescencia percibida, la cual quizás sea la más común de observar. Esta relacionada directamente con las modas y las tendencias, las cuales mutan constantemente gracias al marketing con la finalidad de que los productos que se ofrecen se vuelvan obsoletos aún cuando se encuentren en perfecto estado de uso y conservación.

De esta manera queda “socialmente mal visto” el uso de objetos de otras temporadas, provocando que se desechen o, en el mejor de los casos, se archiven. El producto, aunque funcional, a perdido vigencia. Y en la sociedad de consumo actual, cuando un producto no está vigente, es obsoleto. Un buen ejemplo: los teléfonos celulares.

 

Estas estrategias han tenido un gran éxito a la hora de impulsar ventas y de hacer mover a la economía, pero su costo ha sido enorme en términos socio ambientales. Actualmente los principales problemas que enfrentamos a escala global tienen que ver con la contaminación asociada a la producción, el transporte de mercaderías y a la generación de residuos. Todo esto como consecuencia de un mercado de consumo en expansión que se sostiene por la constante demanda de productos y servicios que en muchos casos no son necesarios. Si nos enfocamos solamente en la producción de teléfonos celulares vemos que su impacto es altísimo.

Para obtener las materias primas necesarias para su fabricación, es necesario extraer recursos naturales, muchos de ellos minerales provenientes de explotaciones mineras intensivas. En la producción de teléfonos se emiten grandes cantidades de dióxido de carbono y se gastan recursos como agua y energía. Para producir un teléfono de 80 gramos de peso se consumen 44,4 kilogramos de recursos naturales. Todo esto sin considerar el consumo de recursos generado por el transporte y el packaging. Según estudios recientes, la industria tecnológica representaba el 1% de la huella de carbono global en 2007, y se triplicó una década más tarde. El panorama se empeora en las estimaciones para 2040, cuando se espera que exceda el 14%, una cifra que representa la mitad de lo que emite toda la industria del transporte.

¿Qué podemos hacer?
En primer lugar es necesario que este modelo de producción y consumo sea reemplazado por uno sostenible, que reduzca el consumo de materias primas, que obtenga sus recursos del reciclaje y la reutilización, y que no fomente el reemplazo constante de productos para sostener niveles de venta y producción. Pero mientras los consumidores continuemos respondiendo a esta estrategia de mercado de comprar, tirar y comprar, el cambio será imposible. Debemos pensar muy bien antes de comprar, entender a que responde nuestra necesidad, si es real o estamos siendo influenciados para adquirir nuevos productos. Debemos reparar antes de reemplazar, comprar productos de segunda mano, pedir prestado o alquilar en lugar de comprar cosas que solo vamos a usar una vez, y en el caso de que algún articulo sea definitivamente irreparable u obsoleto, no desecharlo a la basura e intentar de que el mismo llegue a algún programa de reciclaje.

La responsabilidad primera de este modelo destructivo no es de los consumidores, pero jugamos un rol importante. Es por ello que, si queremos cambiarlo, debemos tomar la iniciativa.

Nota de Abel Sberna, publicada en El Rompehielos