La economía popular en tiempos de pandemia

La parálisis y recesión de la economía que el aislamiento social preventivo y obligatorio profundizó y aceleró de manera exacerbada, dejó al descubierto una realidad preexistente a la pandemia acerca de la situación social, económica y laboral en nuestro país. Análisis y opinión de Sonia Lombardo y Mariano Kritterson compartida desde el portal Hamartia. Fotos: Sofía Mazzaglia

El rol de la comunidad organizada y el Estado en medio de la crisis sanitaria en nuestro país
Los gobiernos del mundo se encuentran hoy en una misma encrucijada para prevenir la propagación del Covid-19. La tensión es muy grande y supone analizar las consecuencias sanitarias que implican la circulación del virus, contrapuestas con las consecuencias sociales y económicas que producen el aislamiento masivo. Si bien esta ecuación es generalizada en todos los países, en algunos, su realidad socioeconómica les permite poder tender políticas homogéneas hacia el interior de sus territorios. Mientras que en otros, las respuestas se tornan como sus realidades: más complejas.

 

Como señala David Harvey en un artículo publicado recientemente en la revista Jacobin de Estados Unidos, “los impactos económicos y demográficos de la propagación del virus dependen de las grietas y vulnerabilidades preexistentes en el modelo económico hegemónico”. Probablemente de aquí se puedan desprender algunas explicaciones acerca de las estrategias para tratar la pandemia en curso que se dieron los diferentes Estados alrededor del mundo.

Desde el control policial digitalizado del Estado chino, los lerdos y pequeños Estados europeos, el tan excéntrico como xenófobo Estado liderado por Donald Trump, o incluso los más diversos Estados latinoamericanos que van desde la desquicia e imprudencia de Bolsonaro –que pone en peligro al mundo- hasta la mesura guiada por un sentido humanitarista de Alberto Fernández en nuestro país. Si resulta difícil encontrar un rasgo común en sus identidades estatales, algo más fácil es encontrarlo en sus estructuras sociales. Hay algo que caracteriza a toda Latinoamérica y es la profunda desigualdad social que la atraviesa.

En este sentido, más adelante Harvey asegura que “esta pandemia en progreso de Covid-19 exhibe todas las características de una pandemia de clase, de género y de raza” pues no todxs podemos tomar de la misma manera la medida de prevención más efectiva hasta el momento difundida en el mundo: el aislamiento social. Y esto le presenta a Latinoamérica- y a nuestro país- un desafío particular.

La vida antes del Covid 19
La fragilidad de nuestra matriz productiva y distributiva cobra su expresión más concreta y cotidiana en contextos como este. En los últimos años, los índices de informalidad laboral y desempleo se vieron profundizados. Según expresa Paula Abal Medina en un artículo publicado a principios de marzo en la Revista Crisis, para fines del año 2019 de los 17 millones de puestos de trabajo de la población ocupada en el sector privado, alrededor de 7 millones eran asalariadxs registradxs, cerca de 5 millones eran asalariadxs no registradxs; y otros 5 millones eran trabajadorxs no asalariadxs. A esto se le suman más de 1 millón de desocupadxs que contabiliza a la fecha el Indec (2).

Entre lxs 10 millones que suman los no asalariadxs y asalariadxs no registradxs se encuentran las más heterogéneas formas de explotación, de producción de valor y reproducción de la vida. El Estado sólo conoce la menor parte, lxs trabajadorxs y sus organizaciones, la mayor. En concreto, una enorme porción de nuestra población económicamente activa no cuenta con un ingreso estable ni con los derechos laborales garantizados. La mayoría se inventaron su propio trabajo, lo hacen por su cuenta, asociadxs, o están a merced de la capacidad y el humor de un patrón que nadie regula. En definitiva, poco menos de la mitad de nuestro país si no sale a trabajar, no come.

La parálisis y recesión de la economía que el aislamiento social preventivo y obligatorio profundizó y aceleró de manera exacerbada, dejó al descubierto una realidad preexistente a la pandemia acerca de la situación social, económica y laboral en nuestro país; pero también acerca de la organización del trabajo. La existencia – y la importancia – de algo que los movimientos populares han logrado instalar en la agenda política, en la académica y, algo menos, en la pública: la economía popular.

 

Una economía sin patrón, donde el único recurso con el que cuentan lxs trabajadorxs es con su fuerza de trabajo y con la capacidad de endeudarse con tasas que engrosan los bolsillos de cualquier usurerx. Una economía que produce valor pero su apropiación es difusa. En general hay que atravesar muchos eslabones de una cadena para develar a un apropiador que en general no es un trabajador ni una trabajadora.

Es decir, lejos de ser una economía aislada -retomando un concepto de Hugo Trinchero- resulta ser una forma de reinserción desigual del trabajo en los circuitos de producción y realización del capital. De esta manera, los engranajes de producción y circulación dentro de la economía popular integran eslabones de la producción de la economía de mercado formal. No obstante, estos puentes entre las diferentes formas de organizar el trabajo y sus dinámicas de articulación, se ven constantemente invisibilizados por distintos mecanismos.

Es así que una vendedora ambulante, por ejemplo, logra insertar los productos de grandes marcas en mercados donde de otra manera constituiría un costo muy elevado de logística por parte de la empresa. Un trabajador textil, produce directa e indirectamente para primeras marcas instaladas sin ningún tipo de reconocimiento ni goce de derecho laboral. O un reciclador urbano, donde el producto de largas horas de trabajo sin ninguna garantía se comercializa en grandes centros comerciales urbanos, aduciendo su impronta ecológica.

Pero también es una economía que produce un valor social, cuya dimensión pos pandemia nadie podrá cuestionar. Constituye una productividad incapaz de ser cuantificada debido a que aquellxs trabajadorxs o unidades productivas no generan excedentes económicos y por lo tanto representan esferas olvidadas por el mercado y las lógicas de los estados neoliberales. Sin embargo, la importancia y el rol indispensable que estxs trabajadorxs tienen en la construcción cotidiana del tejido social comunitario también hoy está en el centro de la escena debido al alcance y la calidad de sus actividades.

 

Gran parte de estas experiencias son de carácter local, colectivo, y desarrollan sus actividades productivas dentro de la rama económica denominada socio – comunitaria. Es decir que atienden tareas vinculadas a la salud, la educación, la alimentación y a la violencia de género, de niñxs, jóvenes, no tan jóvenes y adultxs. En estos días, gracias a la capilaridad territorial que alcanzaron, se convirtieron en grandes canalizadores de la angustia cada vez más desatada y de gran parte de las necesidades más urgentes de la comunidad.

 

El aislamiento: una estrategia desigual y combinada
Ahora bien ¿es posible y viable un aislamiento total de la población en sus casas? Dicho lo anterior, nos encontramos con otra realidad constitutiva de gran parte de nuestra población.

En los 4.300 barrios populares que existen hoy en nuestro país – identificados por el RENABAP- la vida cotidiana se despliega de forma comunitaria. Esto supone que las fronteras que conocemos como hogares, se desplazan un poco más. La resolución de la vida se presenta casi siempre de manera colectiva: los cuidados de las personas son territorializados y la asistencia entre vecinxs es continua, el pasillo se convierte más que en el espacio de socialización en el espacio común donde lxs vecinxs resuelven las necesidades diarias y más elementales.

Esto no quiere decir que en esos barrios no deba cumplirse el aislamiento y la cuarentena, sino por el contrario, significa que para que pueda efectivamente cumplirse, intentando saldar la ecuación del principio, es necesario conocer las realidades vivenciales y poder adaptar las medidas generales de manera situada contemplando las formas que sostienen las vidas en cada territorio.

Es más, resolver esta encrucijada es cada vez más urgente. Los efectos del virus en algunas de nuestras barriadas pueden ser desoladores: allí donde el hacinamiento es la forma de vida, la falta de cloacas y de agua potable son moneda corriente, la higiene y el distanciamiento físico que demanda la prevención no está garantizada.

Es cierto que la imagen del aislamiento territorial se contrapone en un primer momento con la integración social, económica y urbana que consideramos pilares fundamentales de una sociedad más justa e igualitaria.

El Covid -19 nos enfrenta así con nuestras propias ideas y convicciones pero también con las realidades más crudas y la necesidad de avanzar con celeridad para que en definitiva reduzcamos las posibilidades de daño de este “enemigo invisible”. Sea como sea, y si es el aislamiento la mejor opción para este fin, sin dudas debe construirse con el tejido social construido a través de la historia que en cada uno de estos barrios tiene su especificidad.

 

Los espacios comunitarios, organizaciones sociales, clubes de barrio y las parroquias están, por su historia, consustanciados con las lógicas y formas locales en cada territorio. Esto les permite penetrar en lugares y rincones donde el aparato estatal centralizado no llega. Son “barreras de contención” que canalizan las necesidades más elementales, pero también son quienes transforman la bronca y la desesperación en organización. De esta manera, así como la organización colectiva permite luchar por la conquista de sus derechos como trabajadorxs y ciudadanxs, la economía popular organizada establece las bases de solidaridad y colectivización del cuidado y resolución de los conflictos.

Lo vital, el protagonismo de un Estado y una comunidad organizada
La organización, la solidaridad y el amor de las comunidades están demostrando sobradamente la capacidad para poder dar una respuesta certera en un escenario desolador. El Estado cobró un rol central, se erigió como el gran conductor de la crisis y con un enorme esfuerzo está desplegando una cantidad de políticas necesarias para distribuir, controlar y cuidar.

Sin embargo, queda un largo camino por recorrer, y si de mejorar se trata, fortalecer la articulación entre la comunidad organizada y el Estado es una tarea central en nuestro país y probablemente en toda la región. Recuperar el saber y la experiencia popular y trabajar de manera mancomunada puede ser hoy un aporte diferencial de nuestro continente para el tratamiento de la emergencia sanitaria, social y económica a la que el Covid – 19 nos expuso. La situación mundial que estamos atravesando es inédita en la historia, habita el terreno de lo desconocido y la incertidumbre. Mientras pensamos futuros alternativos estamos inventando un presente con las herramientas conocidas. Y en este presente donde la experiencia comunitaria en todas sus formas y el Estado están teniendo un rol central, lo que sigue no puede ser “ni calco, ni copia, sino creación heroica”.

 

Sonia Lombardo es Directora de Evaluación y Seguimiento de la Secretaría de Economía Social del Ministerio de Desarrollo Social de la Nación, socióloga e investigadora del Observatorio de Economía Popular Social y Solidaria de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA). Por su parte Mariano Kritterson es investigador de Ubacyt de Economía Popular de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA)