Charlatanes que pasaron por Olavarría (Parte 1)

Cuando el pueblo era algo menos cosmopolita que ahora, quizás no muy atrás en el tiempo, cada tanto pasaban episodios que hoy llamaríamos «bizarros». Historias de buscavidas, embusteros, pequeños timadores que pasaban y trataban de hacerse, no la América sino de vivir simplemente unos días de cuentos «del tío» que hoy suenan increíblemente inocentes, y calaban en gente aburrida con deseos de algo distinto, sueños de escapar a la monotonía del pueblo chico donde nunca pasa nada… Vamos a hacer  un racconto de episodios que han sucedido, más allá que la memoria los confunda, trastoque los tiempos, los protagonistas, lugares, nombres, caras… más de uno en realidad querrá esconderse porque en un tiempo que desea olvidar, cayó en alguno de estos buzones.

El primer caso sucedió en agosto de 1963 y parece un episodio de los X-Files. Está en los diarios de la época: un incendio en un campo cerca de Muñoz, y de entre el humo, sale un hombre vestido con un buzo azul embarrado y los pantalones quemados hasta las rodillas. Se presenta como el Comandante Alberto Palacio, de la Fuerza Aérea Argentina, quien probando el avión experimental ZX23 debió eyectarse para sobrevivir a la caída de su nave secreta. Lo alojan, lo atienden a cuerpo de rey, le convidan coñac y cigarros. El llama a su comando de la Fuerza Aérea y pide que lo vengan a buscar 12 hombres con equipos de radio, quienes además recogerán los restos de su nave de donde cayera.

Pero los días se alargan, y alguno de los que al principio lo rodean y escuchan sus hazañas al final desconfía y averigua que no existe misión, no existe nave secreta, no existe comandante, sino un tal Aaron Segura, peruano, soltero y fanático de los aviones aunque jamás subió a uno… El timador debe responder a cargos por vagancia, estafas y defraudaciones que tenía pendientes con la policía riojana, por los que apenas zafa de una paliza que le quiere cobrar la hospitalidad convertida en bronca de los engañados.

 

En 1983, aparece en el diario de la ciudad un aviso en el que se buscan ingenieros. Algunos flamantes profesionales o estudiantes avanzados visitan el Hotel donde se hospeda quien dice ser el Ingeniero Vilariño, de una empresa radicada en Río Grande, que promete fantásticos trabajos para todos. Al mismo tiempo el hombre visita algunas inmobiliarias locales buscando oportunidades de negocios, y habla, habla mucho.

La tarjeta que repartía el «Ing Vilariño» a los estudiantes de ingeniería a fines de los 80s en el Hotel Olavarría…

Al final, alguien hace el gasto y llama a la empresa que figura en las tarjetas que reparte a diestra y siniestra. Lo conocen sí, pero no es ingeniero. Estaba en seguridad hasta que lo echaron por mitómano. Más tarde alguien lo reconoce en una de esas revistas que comienzan a destapar las miserias de la dictadura, y si, es él. Está en tapa con un título que cita: «yo secuestré, maté y vi torturar en la ESMA» y muestra a un ex – cabo de recia postura, con el siniestro edificio a sus espaldas. El supuesto ingeniero desaparece sin pagar ni el hotel, y al tiempo sale en los diarios que lo capturaron en otro pueblo tras persecución y vuelco, luego de intentar repetir el cuento.

 

En 1985 con el renacimiento democrático comienza «el pueblo va a su plaza» y allí se presenta un incipiente grupo de escritores, jóvenes y no tanto, deseosos de decir a través de las letras lo que tanto tiempo se ha callado. Allí aparece un personaje extraño pero encantador, al que llamaremos «Alfredo», que dice que es periodista del «Paris Match». Su carisma seduce a todos los aspirantes a . A cada uno le descubre secretos y misterios, le da vuelta la vida. Los integrantes de este novel grupo van en procesión a visitarlo al hotel donde se aloja, hasta que un día el gurú ha desaparecido. Sin pagar el hotel. Algunos de los acólitos manifiestan también haberle acercado algunos pequeños dineros que él les solicitó como al pasar…

Con el paso de los días, alguien encuentra un teléfono anotado y llama. Resulta ser la madre de un pastor evangelista que había sido relevado de sus funciones por un surmenage emocional. Y había salido de viaje y estaba desaparecido desde hacía algún tiempo, pero que cada tanto alguien llamaba y contaba por donde andaba…

Por el pueblo cada tanto pasa gente rara. Y a muchos, si caen simpáticos se los trata bien. Los más recurrentes son aquellos que dan la vuelta al mundo en bicicleta, y en cada parada del camino en esa época en que el país tenía grandeza en los hombres pequeños, nunca faltaba comida y cama calientes para el recorredor. A cambio, se esperaban sus historias, anécdotas y que se llevara el recuerdo de nosotros, el pueblo más hospitalario de su viaje. Un poco como el corredor que atravesaba la Nación, protagonizado por Tom Hanks en la película «Forrest Gump». Que pasen por el pueblo, pero que pasen. Si se quedan serán sospechosos, más si el nuestro no es un lugar acostumbrado a los viajeros, no es lugar turístico ni villa de la costa que acostumbre a sus habitantes a los extraños.

 

En algún momento de los ochenta, cuando la estructura de partidos comenzaba a rehacerse, nuevas propuestas aparecían. Entre ellas, la implementación en tanto partido de las ideas de un tal Martínez Cobo, más conocido como Silo. El partido existió y de algún modo existe, identificado con el color naranja y el símbolo de la cinta de Moebius. Aquí tuvieron una casa y un grupo de gente que se reunía a estudiar a Ouspensky, Gurdjieff y todos esos textos filosóficos que daban fundamento a la doctrina del partido.

¿De qué vivían sus líderes? Difícil explicarlo… Esas ideas innovadoras habían prendido entre profesionales jovenes, pequeños comerciantes progresistas. Gente que buscaba una forma diferente de hacer política y que apoyaba al partido, o sea a esos «cuadros» que funcionaban como una especie de Sai Baba de pueblo chico. Comieron y bebieron hasta que se terminó la fiesta y después volaron al sur del sur usando los pasajes gratis del partido.

 

Todos son un poco como ese personaje de la película de Tornatore que recorría los pueblos de la Sicilia profunda filmando rostros con la promesa de llevarlos a Cinecitta y de allí a la fama. Pero la cámara no tenía película y el ojo que repetía la mentira pueblo a pueblo al final cae preso de su propia trampa. La inocencia, la ingenuidad han retrocedido paso a paso arrinconando a un provincialismo irremediablemente muerto hoy por un horizonte de comunicaciones que llega hasta el último pueblo… ¿Cuáles serán los nuevos relatos de los buscavidas del siglo XXI?

Lee la segunda parte de esta nota la próxima semana…

 

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