Una historia de este planeta

Son las 3 de la tarde de un sábado y en el Hogar de Niñas está todo organizado para el inicio del remate para juntar fondos para la institución. Llega la gente a pie y también en camioneta, hay muchos hombres y algunas mujeres. No son jóvenes. El gusto por lo usado y las historias que cada objeto cuenta viene con el tiempo. O no. Nota de Paula Bottino

 

Hay camas y colchones, hay estanterías, hay bicicletas y cochecitos de bebé, hay candelabros y mates, hay valijas. Hay puertas y portones, hay cortinas y platos. Hay copas y cuadros. Sofás. el universo de la cotidianidad de una casa, más grande o más pequeña, puesto en exhibición sobre un patio de tierra con árboles añosos. Es uno de los edificios históricos de la ciudad y la gente se apiña para encontrar una oportunidad, llevar un trofeo, soñar con recuperar algo de lo que se perdió.

 


El personaje de la tarde es sin dudas el martillero. Habla y relata, se ríe, se lamenta, espera y apura, maneja los ritmos de esa danza de la oferta y la demanda y sabe que siempre ganará. Y hará ganar a otros. Porque ese es su oficio, porque aunque no se venda todo ni saque el mejor precio por cada una de las cosas que ofrece, al final siempre se gana. Esa cama que usó una niña hace décadas en el hogar, hecha de madera de pinotea, es ofrecida para cama pero también como un conjunto de tablas que podrán reusarse, y así el objeto será otra cosa.

 

En el medio, una transacción, un dinero que corre de mano en mano, y en este caso, llega hasta una institución que impulsó la subasta.
“¿Quién más dijo yo?” y arranca entonces ese contrapunto delicioso entre dos, tres o cinco personas que quieren llevarse lo mismo. “Cuánto le ponen a cada uno de eso?” dice para arrancar y los asistentes participan lanzando cifras que por supuesto serán duplicadas o triplicadas en el valor final.

 


Sabe comparar, tentar, acicatear. Y con ese discurso que casi no conoce interrupciones va paseando con su atril por las distintas zonas del remate. En cada una de ellas están los lotes, que con un número, identifica el objeto o los objetos a rematar. Una vez acordado el precio, el comprador recibe un comprobante con el que luego se presentará en la “caja” a pagar lo que en la compulsa obtuvo. No es una compra más. Lo compró en un remate. Tiene otro sabor y todos los que participan lo saben.

 


Muchos se conocen entre sí, otros son asistentes casuales. Se crea una comunidad que desaparecerá con ese remate y nacerá otra en el próximo. Él, con su martillo dorado colgado por una cadena de la muñeca derecha, dormirá habiendo hecho ya la cuenta clara de cuánto se reunió y en su mente comenzará la organización del próximo. “La cuna y el escritorio por mil pesos”. ¿Quién dijo yo?

 

 

Nota de Paula Bottino, compartida con permiso desde su Facebook